jueves, 8 de octubre de 2015

Desde el silencio mudo a la palabra hay una distancia que restaura


Ps. Patricia Gagliardi


El dolor y la felicidad son antagónicos en nuestra vida. El dolor es como un obstáculo a superar y está fuera de todo proyecto de felicidad. A pesar de los esfuerzos por evitarlo, es una experiencia común a todos los seres humanos. 

Siempre asociado a la pérdida. Las con-dolencias son ofrecidas en una instancia en la que se ha perdido un ser querido. Duelo es dolor por la ausencia por ello hay dolor cuando se pierde la salud, hay dolor cuando se ancla la mirada en lo que no se tiene y hay dolor cuando se sabe lo que no se va a tener. León Tolstoi nos enfrenta a estas ideas en un maravilloso cuento “La camisa del hombre feliz”1 donde el tener pierde su eficacia.

Pero además de las posiciones, la cultura posmoderna ha insistido en descender los niveles de tolerancia al sufrimiento. El dolor se anestesia, se medica, se anula, se aplaza. La leyenda “sin dolor” unido al “sin esfuerzo” son preceptos posmodernos y esto nos ha devenido cada vez más intransigentes con él. 

Sin embargo hay dos remedios infalibles, la palabra y la caricia, bálsamos para el alma. Desde el “sana-sana” mágico de las madres completado con un abrazo tibio que le quitaba la posibilidad a cualquier analgésico pasando por las prácticas terapéuticas y la adicción de estos tiempos de volcar todo el dolor en las redes sociales, la palabra ha demostrado sus poderes.

Las palabras y las caricias han sido nuestra primera cuna y seguirán siendo nuestra cura.